jueves, 24 de septiembre de 2009

El misterioso caso de los precios altos y la gasolina que sube

Víctor Antero Flores Zertuche

Todos hemos pensado alguna vez, el porqué suben tanto los pecios de los productos básicos alimenticios, algunos dicen que es por la inflación, otros que por la crisis, pero a la que más le echan la culpa es, a la gasolina.
¿Qué tiene la gasolina, que hace que aumente el precio de la vida?, ¿A caso este es un recurso básico para la vida del hombre? Si solo hace que la máquina de combustión interna trabaje.
Entonces fue cuando decidí hacer una leve investigación, para aclarar el misterio de los precios altos y su relación con la gasolina.
Tome mi indumentaria e detective y me encamine a la vivienda de mi compañero de trabajo, Watson: un perro gran danés de un metro de altura que más que un compañero es mi guardaespaldas. Le puse el arnés y salimos a la calle.
En poco tiempo nos encontrábamos frente a una gasolinera, caminé directamente a la oficina, al entrar me encontré con un hombrecillo de aspecto inofensivo sentado al otro lado de un viejo escritorio.
—¿Es usted el encargado?— Aquel individuo apenas apareció atender a mi llamado, tomó sus lentes y me dirigió una mirada confusa.
—Sí, ¿En qué puedo servirle?— Me preguntó cortésmente.
—Puede decirme a qué precio está el litro de gasolina?
—En cuatrocientos noventa y cinco pesos desde hace dos días.
—Y subiendo no es así.
—¿Cómo…? Su rostro se contrajo casi hasta tomar la forma de un signo de interrogación.
—Si, eso es lo que quiero saber. ¿Porqué suben el precio de la gasolina?—le aclaré al hombrecillo.
—Oiga,— farfulló – no es nuestra culpa que elevemos los precios si la fábrica procesadora nos cobra más caro la elaboración de gasolina, y no me haga perder más el tiempo!
Ahora el hombrecillo no parecía tan ofensivo como aparentaba, de veras que se enojó.
Watson, aunque no entendía nada del asunto, se mostró inquieto durante todo el rato como si comprendiera el problema.
Llegamos a la fábrica de procesamiento pasado el mediodía y fimos directamente con el gerente. En la entrada la secretaria me informó que Watson no podía pasar, cosa que le molestó mucho a él. Definitivamente después de mucho averiguar le indique a mi compañero que aguardara.
Aquel hombre regordete y de brillante calva me recibió cortésmente y me atendió de maravilla, aún sabiendo que me había anunciado como reportero, pero cuando le di a entender mis razones…
—Quisiera saber a qué se debe el alza de los precios en la elaboración de la gasolina.
Su sonrisa se esfumó.
—¿Nada más para esto vino?—Me dijo escrupulosamente
—He…, creo que si. —Balbuceé torpemente.
Entonces, se acercó, a escasos centímetros de mi cara y expresó:
—¿Qué quiere que haga, si los petroleros subieron el precio del crudo.—
Fue todo lo que dijo y salí hecho un rayo seguido por Watson, y subimos al coche. En dos horas estábamos ya en las industrias petroleras.
Nuevamente me encaminé con los encargados de la planta, especialmente con el administrador.
Por segunda vez, una apretada secretaria impedía el paso de Watson, este, inesperadamente se escurrió dentro de la oficina.
—¿Qué significa esto? —Gruñó el administrador —¿Cómo se atreve a introducir este can a mi oficina?
—Muy bien, ahora me va a oír. —Dije en el mismo tono al tiempo en que daba un paso enfrente—. Confiéselo, usted fue, quien subió el precio del crudo.
—Y porque no acusa al administrador de los pozos. Y salga de aquí.
¿Quién se cree que es para gritarme? —Rugió.
Al llegar a los pozos petroleros Watson fue el primero en bajar del coche.
Caminé hasta donde estaban unos individuos con cascos y uniformes amarillos, al parecer eran ingenieros de planta.
—¿Alguien conoce al administrador de esta planta?
Un tipo fortachón se dirigió hacia mí.
—Yo soy, ¡qué quiere? —Dijo Malhumorado.
—Mire, soy reportero y estoy haciendo una investigación, sobre la gasolina y los precios altos, creo que usted puede darme una razón concreta, de los precios tan altos de la gasolina y su relación con los productos básicos.
—La única razón, que yo le puedo dar, es que cada vez, nos aumenta más el precio de la maquinaria y forzosamente tenemos que desquitar el gasto.
Para entonces, sospechaba, haber seguido una pista falsa.
Tomé nota de los vendedores de maquinaria, que surtían los pozos y me dirigí allá.
Mi compañero se mostraba, cada vez más nervioso. Cuando llegué a la compañía de maquinarias del norte, ya no podía imaginar, que excusa me sacaría, y lo peor, es que siempre se echaban la culpa, unos a otros.
Me recibió, un tipo enclenque, con facha de “muertero”: saco negro y sombrero de copa.
Fui directamente al grano:—Ahora si— dije,— el tipo me miró impresionado.— Usted, me va a decir, porque aumentó el precio de la maquinaria, que a la vez hace que aumente el precio del petróleo, y este a su vez, hace que aumente el precio de la gasolina y suban todos los precios en el mercado.
Yo subo mis precios porque en la fundición, me cobran más caro, por las máquinas. Me miró con despecho.
—¿Qué quiere? ¿Qué me muera de hambre?
—Pues por mí, muérase!— le dije.
Cuando llegamos, a la fundidora, iba ardiendo en cólera, había perdido la paciencia.
Entré a la oficina e hice la pregunta de los sesenta y cuatro mil, la contestación fue:
—Los precios de los minerales, aumentan, porque los mineros, exigen, que se les pague más.
—Pues ahora verán esos mineros —le dije a mi acompañante, este a su vez lanzó un ladrido de afirmación, o tal vez eso me pareció.
Para cuando llegamos a la mina, ya habíamos gastado más en gasolina, que lo que habríamos gastado en un mes en alimentos.
Cuando di con el capataz, ya llevaba buen tiempo vagando por los alrededores y para colmo, este ni me pelaba, cuando hablaba, ya que se la pasaba cotorreando con su compañero. Hasta que perdí los estribos y o tomé por el cuello de la camisa.
—Dígame, porque subieron el previo al mineral, que causó el alza de los precios en el mercado.
—¡No me grite! —vociferó—. Los trabajadores piden más sueldo, porque no tienen para comprar frijoles, que ya subieron de precio.
El ojo morado que me puso este tipo, fue causa suficiente, para abandonar mi investigación, después de todo, Watson mordió al fortachón, y me sentí más tranquilo, de que viniera conmigo.
Ahora estaba seguro, de que el verdadero culpable de los precios altos, eran los frijoles.
Más abatidos que triunfantes, entramos a las oficinas de la administración agraria y nos dirigimos con el jefe.
—Señor—empecé— Como usted sabe, todo está subiendo de precio en el mercado y la vida es cada vez, más difícil podría decirme, por favor: ¿Por qué sube los precios del primer sospechoso, de aumentarlos en el mercado nacional? En este caso, el frijol.
Mi orgullo como detective, andaba por los suelos, el manual no decía nada de qué hacer en casos imposibles.
—Mire, amigo –Contestó el agrónomo, por cierto era el único, que me llamó, amigo— Nosotros traemos mercancía desde el campo…
—Sí, ya se – interrumpí— los trabajadores piden más sueldo.
—No es eso, a los trabajadores se le paga bien, nosotros usamos camionetas y otros vehículos para transportar el producto y últimamente, la transportación del frijol, es muy cara y ahora con eso de que acaba de subir la gasolina.
CASO CERRADO

Este cuento, tan pueril e inocentemente escrito, fue el primero que me publicaron en el año de 1990 (si mal no recuerdo) aunque lo escribí en 1987 cuando tenía 19 años de edad. Apreció en el periódico El Independeinte, en Saltillo, el último medio escrito en usar sistema caliente en su impresión. A este periódico se lo llevó el error de diciembre de 1993. Cosa que nos recuerda que la crisis de hoy no ha sido la única, ni será la última.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Estas antigüedades

Víctor Antero Flores

—¡No lo toques! —gritó la tía abuela.
—¿Por qué? —dije soltando el puñal sobre el cojín de terciopelo rojo.
Ella se acercó a la mesita y lo acomodó religiosamente en la posición correcta.
—Ese puñal es muy antiguo, tiene como doscientos años. Perteneció a mi abuelo.
Lo inspeccioné con curiosidad. Su hoja de dos filos refulgía como la plata y el mango, labrado en madera, parecía no haber sido tocado por cinco generaciones. Inclusive, las iniciales del tatarabuelo, talladas con letra rúnica, estaban como recién hechas.
—No parece tan antiguo.
—Es que ya lo han reparado varias veces. El torpe de tu padre le rompió el mango hace como cinco años y hubo que ponerle uno nuevo y el año pasado tu tío le rompió la hoja... me costó muy caro ponerle una nueva. Así que no lo toques. Estas antigüedades deben conservarse intactas.
—Ah, órale.

Este cuento fue publicado en el libro "Para leerlos todos, Antología de microcuentos" por la Universidad Iberoamericana  León, en Guanajuato, 2008.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los microbios son tontos

Víctor Antero Flores



—Que bueno que llegó, señor Ether.
—Ya sabe que siempre ando por aquí, señora. Ahora dígame qué es lo que le acontece. Me han dicho que sufre de terribles males.
—Sí, señor. Ya son muchos años. Estoy peor que la vez pasada.
—Ya recuerdo. Hace muchos años le receté un medicamento muy fuerte para terminar con esa sobrepoblación corrosiva de microorganismos. Y ahora dígame, ¿cómo le fue en los años que no nos vimos?
—De maravilla, señor Ether. No fue hasta esos últimos años cuando me atacaron unos terribles malestares y dolores. Necesito que me haga una exploración para ver qué es lo que tengo.
—Está bien, comenzaré... Sí. Ya lo veo. A ver más acá. Sí, es obvio. ¿Le duele aquí?
—¡Ay! Sí. No le mueva.
—Déjeme revisar el otro lado. No, éste está bien. Pero se le ha abierto un hoyo superficial acá. Veamos el centro. ¡Uy! ¿Y del otro lado?... ¡Válgame!
—¡Qué, señor Ether! ¿Estoy muy mal?
—No señora. Mal, lo que se dice mal, pues no. Pero su estado sí es delicado. Me recuerda lo que le pasó a su vecino.
—¡Por todas las cosas! No me diga que me voy a secar igual que el vejete ese.
—El vejete ese tiene casi la misma edad que usted. Pero no creo que se seque, no por lo pronto. Su cuerpo aún está muy hidratado.
—¿Cual es mi mal? Dígamelo. No tenga miedo a que me de una crisis nerviosa. Con tantos achaque no creo que pueda haber algo peor.
—Lo que le sucede, mi señora, es un a infección de microbios.
—¿Qué clase de microbios?
—Los comunes, todos los cuerpos vivos los tienen. Unos en mayor cantidad que otros, algunos de plano acaban por morir debido a que estos microbios suelen descontrolarse e invadir todo el cuerpo de manera feroz y corrosiva. Pero no se asuste, no tiemble. Aún tiene remedio.
—¿Lo tengo? Eso que me dice se oye patético y mortal. Ay, es que escucho tantos rumores de esas enfermedades, que me pongo a temblar. Mire a mi alrededor. Aquí cerca esta el seco, allá el frío, aquel otro vecino quedó chamuscado. Y para qué me voy más lejos. Los únicos sanos en este vecindario somos yo y la niña Europa, la del gigantón ese que no sirve para nada y que ya hace rato que está inválido.
—Está bien, cálmese. No era mi intención alarmarla. Déjeme le explico. Los microbios son tontos. Habitan un cuerpo y viven de él. Los tienen afuera y adentro. Pululan por las regiones cavernosas o a flor de piel. Pero por alguna extraña razón llegan a mutar, cambian y se vuelven voraces. Crece su número descontroladamente y comienzan a comerse su propio hogar, el cuerpo que habitan.
—¿Por eso son tontos?
—Claro, quién más tonto puede devorar el cuerpo donde vive. Sólo los irracionales microbios. Son muchísimos, se acaban su hábitat, ¿y luego?
—¿El cuerpo muere?
—Exacto. El cuerpo muere y por añadidura ellos se quedan sin alimento, sin hogar, sin una atmósfera propicia para la supervivencia. Por lo tanto, al matar su casa, ellos también mueren. Son tontos. Esos microorganismos bien podrían vivir en equilibrio con el cuerpo, como debe ser, como está estipulado por las leyes naturales, pero por razones desconocidas se vuelven feroces. Entonces es cuando hay que actuar.
—Igual que aquellos años en que me enfermé de microbios.
—Si, pero esos eran otros. No tan voraces y ya ve, hubo que usar una medicina muy fuerte. Un bólido.
—¡No, por favor, otra vez no!
—Esperemos que no sea necesario. Recuerde el pequeño descontrol que tuvo después. Grandes dosis de agua fueron suficientes para diezmar la población de microbios y regular el ritmo de vida.
—¿Qué me receta ahora?
—Su estado es serio, señora Tierra. Tiene un tremendo hoyo en la capa de ozono. Lo bueno es que está en el polo sur, si no la influencia del señor Sol ya hubiera terminado con su flora. Es necesario detener las segregaciones de gas por oxidación violenta que emanan estos nuevos microbios. También tiene los mares contaminados. Si muere su fauna acuática habrá problemas más serios. Los microbios se han establecido en colonias grandes, que son los puntos críticos de donde proviene tanto dolor. No menos que esas cicatrices atómicas que dejaron en su corteza. Hay que eliminar algunas de estas aglomeraciones de microbios. Como antes le hicimos.
—¡Otro meteoro no, por favor! Me llevó siglos recuperarme.
—Pero sobrevivió. No quiero llegar a una medida tan drástica. Lo que haremos será provocar algunas erupciones volcánicas en puntos estratégicos.
—Eso duele, ¿pero me curará?
—No del todo. También haré algunos ciclones cerca de aquí y aquí. A ver si barremos con algunos microbios. Tal vez algunos tornados sean buenos. Pero no son lo suficientemente fuertes. Debemos hacer algo con los asentamientos que están al centro de los continentes. Tal vez haya que mover la enorme falla que sale de esta península.
—Me duele, señor Ether. No la toque.
—Es solo un piquetito, verá como se siente mejor. Con esto haremos unos sismos en tres grandes dolorosos asentamientos contaminantes. A ver si con esto entienden los microbios.
—¿Me curaré?
—Se restablecerá, señora Tierra. Tenga fe. Le aseguro que no se secará como el viejo Marte. Pero debe seguir mis indicaciones para terminar con esa “cortesitis” microbiana. Mire, debe hacer un temblor cada veinticuatro horas en la faja volcánica. Le recomiendo aquí y aquí. Si duele mucho deténgase y haga algunos pequeños en otros lugares. Los ciclones, en el golfo estarán bien. Si sufre de mareos espere una semana y repítalo. Procure inundar mucho estas regiones de aquí. Yo vendré en unos años para ver como sigue.
—Gracias señor Ether. Que bueno que vino pronto. Ya estaba preocupada.
—Ya sabe que siempre ando en todos lados. Ahora me voy, hay otros planetas que me necesitan.
—Vaya con Dios.
Cuento escrito en 1999 y publicado en diferentes medios de comunicación.

martes, 8 de septiembre de 2009

El fósil

Víctor Antero Flores

Cada animal deja vestigios de lo que fue; sólo
el hombre deja vestigios de lo que ha creado.
J. Bronowski

Qué agradable día —piensas al salir de tu casa y sentir la brisa tibia alborotándote los cabellos. Disfrutas del cielo azul, que aparece fragmentado entre el nuevo verde de los árboles en primavera. Las copas casi forman un túnel en la estrecha privada. Los colores contrastantes, las finas residencias de tiempos pasados y la luz brillante, te hacen sentir como si vacacionaras en un lugar tropical. Hueles el pasto de los jardines salpicados de flores y caminas de subida. Piensas un poco en tu destino y disfrutas el paseo por esa calle tan conocida, pero que se te presenta nueva y lustrosa, con viva atmósfera. Te sientes despreocupado.
—Buenos días —te saluda doña Gertrudis. La amable vecina cincuentona riega sus flores.
—Buenos días —respondes al saludo.
Te sientes ligero al caminar, hay una gran comodidad en tus pies. Ves el pradito del señor canoso que vive al extremo de la calle. Hay mucha vida en esa casa. La tiene saturada de plantas, árboles y pasto. No te sorprende ver como parte del jardín se desplaza hacia la verja. El verde se ha subido a ésta. Sobre los herrajes, como si fuera una inmensa gallina, se ha parado un dinosaurio. Mide como un metro y medio de altura. Salta a la calle y camina con mucha confianza, como hace el perro del vecino, que conoce toda la privada y se mueve lleno de confianza. No te detienes. Lo ves como algo muy común: Un dinosaurio vivo, caminando por la calle de tu casa. Pasa frente a ti, dando grandes zancadas. Sus patas hacen un sonido muy especial. Las uñas rasguñan el piso, pero también se escucha un palmeo. La cola, siempre en lo alto, serpentea sin cesar con suave poderío, equilibrando el traslado. El animal se ve armonioso.
Te detienes y lo ves husmeando frente a la casa de doña Elvira. Sus ojos amarillos no te dan importancia. Los puntiagudos dientes aparecen de pronto en un balbuceo siseante. Te parece que estornuda.
—Un fósil viviente —piensas—. Esto le debe interesar a René Chávez, el paleontólogo. Pero me creerá loco si le hablo por teléfono. Pensará que soy un bromista. Ya veré que hago —meditas un momento—. Lo atraparé, espero que no se me escape.
Sientes esa increíble ambición de tener lo imposible de tener. Te abalanzas sobre el animal y lo abrazas. Hay un leve jaloneo, pero no opone resistencia. Se deja levantar y llevar como una mascota, como un pájaro de jaula.
—¿Pero dónde ponerlo? Puede saltar las puertas metálicas del jardín. ¿Una jaula? No tengo de este tamaño —sientes el poder que guarda en sus elásticos músculos—. Imposible dentro de la casa. ¿Qué comerá? ¿Lograré retenerlo hasta que pueda venir René? Lo dejaré en el jardín de atrás. Tal vez le ponga un collar y una cadena, mientras construyo un techo de alambre sobre todo el patio, para que no escape.
Y allí vas, cargando un dinosaurio por la calle.
El patio resulta pequeño. En cuanto lo sueltas comienza a correr y a pegar saltos de dos metros de altura en las bardas. Inmediatamente lo quieres sostener pero es tan ágil que se te escurre en cada abrazo. Un bulto peludo golpea la puerta que lleva a la cochera y aparece en escena. Es tu perro Cheroky. Un alaska malamut que tiene más de lobo que de perro. No contabas con eso. Las dos bestias se miran. El inexpresivo dinosaurio queda petrificado. El perro saca los dientes, eriza los pelos y gruñe como un cancerbero del infierno. Dos especies, dos predadores, dos épocas frente a frente. Tu cerebro no puede concebir una pelea con tan intrínseca relación. Imposible que metas las manos en algo tan espinoso. Cheroky ataca, como atacó a ese cabrito en el rancho, al que partió de una sola mordida. El dinosaurio brinca y cae sobre el perro. Saltas hacia atrás ante el torbellino de pelos y escamas que se desarrolla en medio de tu jardín. Los animales se alejan. Buscas entre el tiradero de cajas y macetas el collar del perro. El dinosaurio se mueve en círculos, ataca dos veces, pero el Cheroky se mueve rápido y lo esquiva lanzando tarascadas, con el cuerpo muy pegado al piso. Encuentras el collar. El Cheroky busca el cuello verde. El dinosaurio gira y le propina un coletazo terrible en las piernas traseras. Después de tres vueltas descontroladas por el aire, el can prefiere ponerle fin a tan extraña pelea, escapando por donde entró. El dinosaurio queda quieto.
Luego de amarrarlo dedicas toda la mañana en hacer un tendedero de alambre sobre el patio, para evitar que salte sobre las puertas de metal y las bardas.
Por la tarde, mientras ves como el dinosaurio despedaza unos tomates que no quiso comerse, investigas el número telefónico y llamas a México.
—¿René Chávez?
—Dígame —contesta la voz..
—Tengo un dinosaurio —hablas con indecisión.
—¿Qué partes encontró?
—... Está completo.
—Bien, no mueva los huesos. Se necesita un procedimiento especial para sacarlos de la cantera. ¿Dónde hizo el hallazgo?
—En mi... frente a mi... casa. Pero...
—Deme su dirección.
—El dinosaurio... no me lo va a creer —dudas en decir la verdad—. El dinosaurio... creo que no es como los que usted ha investigado.
—¿Cree que es una especie nueva?
—No lo sé....
—¿Entonces de qué se trata?
—No sé si sea nueva, pero estoy seguro que nunca ha visto uno como éste.
—¿Es una broma? Ni siquiera sé su nombre, ¿quién es usted?
Juegas con el lápiz sobre el papel mientras le proporcionas todos tus datos. Piensas que lo mejor es no decir algo al respecto. Dejas que piense que se trata de un fósil. Cuelgas y sientes ansiedad por no poder desahogar éste secreto de una vez. Pero es tan increíble, que razonas con dificultad y decides que lo mejor es que el señor lo vea con sus propios ojos y no que te tire a la basura por creerte un bromista. Aunque, lo que más quieres es decirlo. Que se entere todo el mundo:
—¡Tengo un dinosaurio vivo en el jardín de mi casa!
Pasa la semana y descubres que Lolita, así lo has llamado porque parece ser hembra, come carne y prefiere los embutidos. El animal ya se ha acostumbrado a tu voz y responde al momento, sobre todo cuando le llevas la comida. Cheroky se asoma de vez en cuando al patio, para husmear al nuevo inquilino, pero no se atreve a pisar sus dominios.
Alguien toca a la puerta. Dejas tus labores y vas a abrir, con la esperanza de que sea René Chávez. Temes que haya ignorado tu llamada. Aunque la verdad, ya has hecho planes para sacarle jugo a tu adquisición. El haber llamado al paleontólogo más importante del país, respondió más a tu conciencia social y no a un verdadero interés científico. A una semana de haberlo encontrado, ya cambiaste tus objetivos. Con la situación económica tan degradada, tener una mascota de este tipo y no sacarle jugo, sería una verdadera torpeza e insensatez. Pero, aún y si el paleontólogo es quien llama, algo puede hacerse: Reclamarás a Lolita como de tu propiedad y pedirás una buena suma para cederla a cualquier estudioso.
El hombre que aparece frente a tus ojos, en la entrada de tu casa, no es el que esperabas. Se trata de un barbado cargado de papeles.
—Soy Eduardo Gómez, pertenezco al Instituto de Paleontología del Estado. El señor René me habló desde México, me dio esta dirección. ¿Es usted la persona que encontró un fósil?
—Si... pero —quieres objetar.
—Usted comprende que, venir desde México para ver si vale la pena un hallazgo, es un riesgo que tal vez no valga la pena tomar. Por eso estoy yo aquí, para evaluar las piezas y dar un informe. Si se trata de algo tan novedoso como dice, tenga la seguridad de que vendrá toda una delegación.
—No sé si deba mostrárselo a usted. La verdad es que ya no sé si quiero donarlo.
—Bueno, como quiera. ¿Pero qué hará entonces?
—Quisiera, en dado caso, venderlo.
—No puede. Es patrimonio nacional.
—No éste. No lo encontré en el suelo.
—¿No? ¿Dónde pues?
—Mire, se lo voy a mostrar, pero solamente para dar conocimiento del descubrimiento y a ver si con esto aparecen las ofertas de negocio.
El hombre te mira con desprecio.
—No es negociable.
—Venga. Lo tengo en el jardín.
Lo llevas hasta la puerta del patio trasero. Abres. Escuchas los ruidos de Lolita al comer junto a la puerta, lejos del campo de visión del visitante.
—No veo la excavación.
—No la hay.
—¿Entonces...?
—Mejor no diga nada. Al verlo lo entenderá. —das un silbido —¡Lolita!
El dinosaurio aparece dando vuelta al recodo del jardín, con sus grandes saltos y sus ojillos ambarinos. El señor Eduardo de pronto ya no está. Lo buscas en todas direcciones, pero él está arriba, colgado de la telaraña de alambres, a tres metros de altura.
—¡No deje que se me acerque!
—Lolita es inofensiva. Si ella quisiera lo baja de un brinco. Pero vea, es como un perro.
Le toma media hora al paleontólogo cerciorarse de que Lolita no le comerá un pie o una mano. Baja del tendedero y observa con detenimiento al ejemplar.
—¡Qué locura increíble! ¿Es de verdad?
—Eso creo. —te acercas y acaricias a Lolita— ¿Sabe qué tipo de dinosaurio es?
—Parece un velocirraptor.
—Eso me pareció, aunque dista mucho de parecerse a los de la película.
—Sí. Pero también podría ser un noasaurus, un deynonichus o un dromaeosaurus. Vea la garra prensil en sus patas. Estas otras especies de dinosaurios también la tenían. No puedo distinguir a qué tipo pertenece... así cubierto de piel. ¿No es agresivo?
—Mordió y coleteó a mi perro. Pero lo hizo por defenderse. Por hambre no lo ha hecho. Come un kilo de carne una vez al día y queda satisfecha. No parece tener un instinto de cazador; es como si hubiera sido criada en cautiverio.
Notas una mirada eufórica en el visitante barbón. Sus manos tiemblan queriendo acariciar a Lolita.
—¡Esto es eslabón perdido! ¡Es la quimera de oro! ¡Es la respuesta a la ciencia! ¡Es.... el premio Nobel! ¡Pero qué descubrimiento! ¡Qué avance en la ciencia! Y seré yo quien lo lleve a la fama.
A tu parecer el tipo se ha puesto histérico. Y esa actitud codiciosa te pone muy incómodo.
—Tranquilo, la pone nerviosa y a mí también. Aclaremos que el dinosaurio es mío. Si quieren estudiarlo tendrán que comprarlo. Mientras tanto no puede salir de esta propiedad privada. Así que...
—¡Pero no puedo dejarlo aquí! Está es la catapulta que me llevará a ser, de un insignificante maestro de ciencias, a un gran descubridor...
Lo empujas hacia la salida. Recoges con tropiezos los papeles que soltó y se los apachurras dentro del saco.
—Cuando se sienta mejor haremos negocio... por ahora mejor vaya a tomar un baño de vapor, relájese y piense.
—Seré reconocido por fin... ¡Seremos, señor, seremos!, porque vamos a ser socios. ¿Verdad?
—No. Ya sabe que trabajo solo en esto. Vendo y solamente vendo.
Lo empujas fuera de la casa y cierras con doble llave. Te restriegas la cara. Ves por la mirilla al tipo entrando a su coche, como borracho. Deja sus papeles regados por la banqueta. Tienes un mal pensamiento, tu instinto te dice que ese hombre traerá problemas.
Encierras a Lolita en el cuarto de servicio, por si las dudas. Ahora que otra persona sabe de su existencia es demasiado valiosa para perderla. Pasas la noche escuchando como rasguña la puerta de madera y sus constantes siseos. En la madrugada se calma y así llega la luz del día.
Decides que el pobre animal no tiene que padecer tus desplantes de paranoia y vas a soltarlo, para dejarle correr un rato en el jardín, en la libertad que le corresponde, dentro de lo que cabe. Una brisa de aire frío te pega en la espalda. Ves la puerta de patio abierta, pero el aire no correría si... la puerta de la entrada no estuviera...
—¿Lolita?
La puerta está abierta. Un siseo se escucha a lo lejos. No sabes si es el viento o el dinosaurio. Mueves las piernas lo más rápido que puedes. Un saco deshilachado va por la calle, montado una percha reconocible como el cuerpo del señor Eduardo Gómez. La cola de Lolita sale por un lado. Diez metros más adelante está el carro en el que se marchó ayer. El plagiario aprieta el paso, parece inalcanzable. El correr se te vuelve pesado, las rodillas no te responden, se doblan como si fueran de agua, la respiración se convierte sólo en exhalación, te falta el aire. Parece que la distancia se extiende en vez de acortarse. El hombro del profesor te parece estar a dos kilómetros, pero extiendes el brazo y casi lo tocas. Entra en su coche. Sujetas el saco. Estiras. Lo tienes frente a ti. Lolita se retuerce.
—¡A dónde va con mi dinosaurio!
—A usted no le corresponde. Es la ciencia la que debe ser beneficiada.
—¡Si, verdad! El premio Nobel.
Estiras la cola escamosa. El hombre aprieta el cuello del animal. Sujetas con fuerza a tu mascota. Eduardo se retuerce y hace una llave con los brazos para que no le zafes su presa.
—Ladrón ambicioso —te dice, enloquecido y sudoroso—, querer hacer negocio con lo que no te pertenece...
Los estirones sacan más siseos del hocico puntiagudo y dentado como serrote. En un acto convulso, el señor Eduardo retuerce el cuerpo esbelto de Lolita, mientras tú caes al piso sin soltar la cola. El animal emite un chillido ensordecedor, el sonido es similar al de un gis sobre el pizarrón o al chirrido de un metal al ser tallado con fuerza contra el piso. El lacerante sonido te eriza los pelos y sueltas al dinosaurio. El paleontólogo hace lo mismo. Se tapan los oídos con las manos y doblan sus cuerpos. Lolita escapa por la estrecha privada, rumbo a la avenida.
—¡Lolita, Lolita! —pese a tus esfuerzos, no responde al llamado.
Corren tras ella. El dinosaurio es muy rápido y escapa con esos movimientos suaves y veloces que lo caracterizan, como si flotara en el aire. El sonido de sus patas se escucha en toda la calle. La avenida es un río de coches. Lolita toma mucha ventaja. Ves como su cola se retuerce, como se baten sus patas, como levanta la cabeza y chilla. De un brinco se para en medio del asfalto, los coches frenan y esquivan a tan sorprendente aparición. El dinosaurio voltea y te ve, tú también puedes ver como parpadea y luego desaparece bajo las llantas de un camión de ruta urbana. El conductor frena, pierde el control y choca con otros tres automóviles, dos más se impactan por alcance y quedan debajo de los fierros retorcidos. Gritas, más no te das cuenta de ello. El señor Eduardo se pone histérico. Brincan sobre los coches. Tratas de escarbar, pero el metal no es dúctil a tus uñas. Metes la cabeza bajo los restos, pero no ves más que oscuridad y humedad. El señor Eduardo está sobre el cofre de un carro blanco implorando al cielo, maldiciendo al conductor del camión, y gritando incoherencias.
Los minutos pasan lentamente. Llega la ambulancia y la policía, media hora después una grúa comienza a mover los automóviles, uno por uno. Buscas el bulto de Lolita bajo cada uno, pero no aparece. Finalmente mueven el camión. Entre la gasolina y agua de radiador, como pintada en el pavimento está una figura muy extraña, con la forma de un velocirraptor. Los mirones se dieron cuenta y empezaron a comentar acerca de tan curiosa mancha oscura. Te acercas y ves, que entre el petróleo, hay un fino polvillo que se derrite, desparramando la forma de Lolita.
—Se fue —le dices al paleontólogo, quien te mira como idiota, exhausto y lloroso.
—No... no sé qué pensar. ¿Realmente existió?
Le tienes lástima.
—¿También sufres esa enorme impotencia?
Sientes que nada tuviste y lo perdiste. La paradoja es una mancha de petróleo, de combustible fósil; el que es quemado todos los días por nosotros. Exprimes el polvo en tus manos, se diluye ante la presión. Lolita se va entre tus dedos.
—Tiempo perdido —te dice él.
—Tal vez nunca existió. No debimos ambicionar con utopías.
El hombre no deja de llorar.
—¿Qué haremos ahora? ¿Buscar otro?
—Yo no lo busqué... Simplemente vino a mí.
Te levantas y suspiras, queriendo aliviar ese pesar. Deseas pensar en otra cosa y volver a tu rutina diaria, para no sufrir con la impotencia.
—¿Qué haremos? —pregunta Eduardo.
Observas al hombre. Realmente se ve afectado
—Olvídalo. Hay que ver cómo salimos adelante.
Este cuento fue mi primer escrito en recibir una mención honorífica. Esto en el Premio Estatal Julio Torri 1999 (Coahuila) y tambien fue el primer texto narrativo de mi autoría en ser incuido en un libro, la antología de Ganadores y Menciones Honoríficas del Premio Estatal 1994-1999.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Un zumbido

Víctor Antero Flores
María escuchaba el zumbido disuelto entre las voces. No podía abrir los ojos, pero adivinaba el zigzagueo de la mosca en la habitación. A veces sentía el contacto de una mano cálida sobre las suyas y percibía un fuerte olor a café. Pero la mosca interfería con todo aquello. Su aleteo abrasivo chilló muy cerca de sus oídos y se detuvo abruptamente en su mejilla. Soportó las patas del díptero picándole la piel, pero no podía levantar la mano para sacudirse ese tormento. La sintió caminar por su labio superior y entrar por una de sus fosas nasales. La mosca debió sentirse atrapada porque comenzó a aletear con desesperación y María creyó que un diminuto taladro se abría camino hacia su cerebro. El agudo chillido retumbó en su cabeza y le cosquilleó enloquecedoramente el interior de la nariz. De pronto sus pulmones se convulsionaron y se incorporó violentamente para jalar aire por la boca.
El estornudo fue explosivo.
La mosca se estrelló en la cara de una plañidera.
María había dejado su estado cataléptico.

Este es uno de los siete cuentos de mi autoría seleccionados para habitar el libro 'Para leerlos todos, anotología de microcuentos' editado por la Universidad Iberoamericana León, en Guanajuato. 2008.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Estela


Víctor Antero Flores


—No me puedo mover —reclamaría Estela si pudiera.
La atmósfera será gélida. Ellos al entrar, lo notarán. Pero Estela no. Tanto ajetreo minutos antes... y luego ese presente, tan pertinaz.
Mientras los minutos pasan, ella hubiera podido terminar con su rutina. Finalizar de vestirse, arreglarse, pensar en el examen de esa mañana.
Al ir por la calle, hubiera recordado la noche larga /de estudio/ /en debate/, su cuarto lleno de las voces de sus... ¿amigos?... compañeros de clase.
—¡Cállate! — recordaría la imposición como parte de un altercado que, /de no ser por su presente, solamente lo hubiera imaginado/.
Esa mañana, si hubiera llegado a la Escuela /saludaría/ ... no con la voz, con su belleza. Y su belleza cobraba otras cosas.
No tendría interés por los vapores de envidia que nublaban los ojos de otras. Tampoco por las /llamas/ de los masculinos.
Mas en su cuarto...
—No... —pudiera haber dicho.
Para los que llegarán, la tibieza del cuarto de baño les dará la pista de que tomó una ducha caliente. La humedad en la cama, dejada por el cabello, confirmará la especulación. La toalla húmeda hablará de más.
Ella, de no ser por su presente, nunca lo habría sospechado.
Siendo hermosa, no tuvo la necesidad de cortejar a alguien. Eso llegaba por sí solo. Jamás se arrepentiría de haberse relacionado con ... /él/ /ellos/. /Jamás/ se arrepentiría, de no ser por su presente. Su única tristeza pudo haber sido la dependencia de él al alcohol y a las pastillas sicotrópicas. Podría haberse preocupado mucho por eso.
—Me duele... —hubiese gritado.
Pudo seguir siendo una obra de arte /de Dios/ /de la naturaleza/. Hubiera posado para las fotografías de los aprendices / la deseaban desnuda/. Sus labios seguirían tocando los de /él/. Su cuerpo hubiera engolosinado más a los hombres de su plantel... /como siempre/, pudo seguir prolongando los pensa/mientos/ ajenos hacia lo fantástico... y los celos.
Los visitantes de su cuarto notarán el verde tan claro de sus ojos, que tendrán rastros de las lágrimas que se alargaron hasta sus mejillas. Ellos se desplazarán por la habitación descuidados, sorprendidos... ella podría no verlos, porque de poder, ellos jamás llegarán.
Esas gotas saladas /serían, de no ser por su actualidad, para otra ocasión/, para cuando /él/ no estuviera.
—Suéltame —hubiera suplicado con voz aguda y suave, como de sueño.
Risas en la banca, bajo los árboles y las hojas que caerían... /risas/ que pudo haber entre ella y sus cercanas. Envueltas con el sonido de los cuadernos y la voz de la directora... ella no seguirá hablándole más con esa falsa, pero bien entrenada condescendencia. Ella jamás sabría que la señora mandamás desvió la atención de los medios de comunicación callándolos violentamente... El monstruo de la angustia /igual al de los futuros visitantes/ iba a soltar a otro peor... la bestia de lo pusilánime. Empequeñecida por propia voluntad ... la directora... la ignorará junto con las carretadas de consecuencias. /Estela bien pudo nunca siquiera imaginarlo/.
—¡Por qué! —cuestionaría, pero de poder hacerlo, jamás hubiese tenido necesidad.
El dinero iba a sonar en vez de las palabras.
Los hombres en su recámara especularán... pero nunca intelegirán. Todo estará allí, mas no sabrán verlo.
El presente es tan largo. Estela lo nota, lo sabe. En ese momento, todo el sufrimiento es perpetuo. Se repite una y dos veces /por cuatro/; /por quinientos/... la numeración es infinita. Allí, ella piensa todo /sin pensar/. /Ella lo sabe todo/.
La verdad, ella contaría eso, pero de poder no hubiera tenido necesidad.
Las cosas que pudo seguir detestando, serían las frecuentes palizas que /él/ le daba. Hubiera seguido siendo un profesional en buscar pretextos para eso. Y nunca imaginaría que pudo haberse equivocado en ese punto.
Ni eso despertará la maquinaria inteligente, oxidada en los hombres que entrarán en su habitación. Moverán todo, echando a perder cualquier pista.
Sus ¿amigos? y ¿amigas? /...Esos.../ de la escuela se preguntarán la razón de su ausencia en clase. Estela jamás los vería llegar para descubrirla con un hilo de sangre saliéndole por la nariz. Ni siquiera imaginaría verlos declarar ante el Ministerio Público sobre las razones de su muerte. Tampoco los imaginará levantando los hombros ... /ellos/ quienes más la conocían, dirán que no saben quién pudo ser capaz... /no/ saben.
Como imaginar eso... con este presente. Sus manos blancas dejaron de oponer resistencia. Su cuerpo, tendido sobre la cama se dobla por el peso de las rodillas... Lo peor era la toalla... sus ojos /espejos del terror/ decían:
—No me lo merezco —su boca pudo haberlo dicho. Pero en su presente, /él/ la está estrangulando y va a dejar en su cuello la húmeda arma...
Nunca imaginó que ese joven, al que confiaría su vida, se la está robando. Mucho menos que seguirá siendo, gracias a todos, un asesino impune.
Los peritos de policía llegarán en un par de horas.
Estela no podrá saber de la mediocridad de los visitantes, ni que su caso quedará en la incógnita.
Ve a /él/ de frente. Su furia... la locura... el error... /que él no conoce/ gozando con lo que hace... burlándose... Chasquea la lengua, enseña los dientes, aprieta las mandíbulas y las manos... todos sus músculos... tiene un orgasmo con sólo ver esos ojos verdes que lo miran. Está satisfecho de ser lo que es.
—No, por favor, mi amor... —diría Estela, de poder... pero ya no puede.



Este cuento resultó finalista en el concurso Relatos Bajo el Puente y fue publicado en el libro del mismo nombre, editado por la editorial Puente de Letras en España, en 2007.