martes, 5 de julio de 2011

La manda


Víctor Antero Flores

El sol de mediodía calcina la tierra.
Por la vereda marcha el viejo. Lento, pesado, desquebrajado. Una cobija envuelve su cuerpo. Sólo se ven sus piernas zambas salir bajo las hilachas. Zapatones rotos. Pasos pequeños que provocan un bamboleo de nave en ultramar. Un morral cuelga de su hombro. Pocas provisiones para un horizonte tan yerto. El sudor escurre bajo su sombrero de palma, recorre los surcos de su cara que persisten secos y gotea desde su nariz hasta evaporarse entre las piedras.
Una polvareda en el frente lejano indica gran movimiento de animales y personas.
Cada paso es menguado, como si llevara un enorme peso sobre sus hombros.
La columna federal apareció detrás.
No se detuvo pese al ruido de los caballos. Comenzaron a pasarlo: Uniformes caquis, oficiales azules, carabinas, sables, cañones. Luego las carretas de pertrechos. De pronto toda esa hilera se detiene al grito del comandante. Un jinete sale de la formación y va directo a él.
—Tú, viejo. ¿A dónde vas?
—A Saltillo —indicó con voz dolorosa, levantando los ojos para verle la cara.
—Atrás hay un caballo muerto de un tiro, ¿es tuyo?
—Nunca he tenido caballo.
Bigote adusto, quepí ceñido, casaca pulcra, brillante botonadura. El militar no está para perder el tiempo.
—Yo creo que eres gente de Murguía.
—¿Yo, señor? No.
—Los vamos siguiendo.
—Pasaron hace mucho rato.
El jinete desmonta e inspecciona más de cerca al viejo.
—Atacaron la Hacienda de la Luz donde estábamos acuartelados. Los echamos a correr, pero saquearon la bodega y se llevaron cosas de valor. ¿De dónde vienes?
—De Cuatro Ciénagas.
—Eres gente del Primer Jefe de ellos, ¿verdad?
—No, señor. Trabajé en sus tierras, de peón.
—¿Y ya no?
—No. Eran malos para pagar.
—Yo creo que andas en la bola.
—Ya estoy viejo para esas cosas.
Fría indagación.
—¿Tienes tierras allá?
—La única tierra que poseo es la que traigo en los pies.
—Ya dime, ¿de quién eres gente?
—Yo no soy de nadie.
—Pues te vamos a fusilar.
La sentencia ni siquiera perturba al anciano. Permanece mirándole de manera famélica y habla con resignación.
—Pos bueno, lo que mande usted. Ya le he pedido a mi Señor que me recoja. Tal vez Dios los mandó a ustedes para concederme el favor.
—¡Teniente! —vocifera el general—. Forme un escuadrón.
De un manotazo le arrebata el morral y vuelca su contenido en el suelo. Ordena a un soldado que inspeccione aquello. Un guaje con agua, un itacate con tortillas viejas, una cuchara, una taza de metal, una bolsa con granos de maíz y un escapulario, todo aquello es revuelto y arrojado en el camino.
—Ni armas ni mensajes, jefe.
—¿Qué traes bajo esa cobija?
El anciano aprieta la manta como si fuera de gran valor.
—Mis cueros, señor, y mucho frío.
—Párate allí.
Se acomoda al margen del camino. Cinco hombres forman una fila.
—Por última vez, ¿de quién eres gente?
—Soy gente del pueblo.
—¡Teniente! —indica con el gesto autoritario de “ya sabe lo que tiene que hacer”.
A la orden del subalterno los soldados cortan cartucho y apuntan. Se miran de reojo, unos tiemblan, otros permanecen insufribles, esperan el mandato fatal.
—Concédame una última voluntad, señor —exclama el condenado con voz apenas audible—. Por derecho de hombres.
—Habla.
—Voy a pie hasta la Capilla del Santo Cristo para cumplir una manda a mi Señor. Es una promesa, pero como veo que no voy a llegar, allí le encargo que lleve usted ese escapulario hasta el altar. Allí van cosidos unos milagritos. Le dicen al cura que son por haberme salvado de morir un día —dicho esto baja la cabeza—. Ahora sí, fusíleme usted.
Una pausa. El sol los quema en silencio. Los tiradores se cansan de la postura. Se tambalean. Tras el viejo, en el desierto, se levantan torbellinos de polvo. La columna espera.
—¡Bajen las armas! —ordena el jefe—. ¡Monten todos! ¡Nos vamos de aquí!
Con el mismo estruendo de la llegada, se retiran. Caballos, hombres y carretas se pierden a lo lejos dejando una estela de polvo.
El viejo permanece junto a la vereda. En cuanto los pierde de vista va por su guaje, lo levanta con gran trabajo y da un trago. Se quita la cobija. Dos cananas cruzan su pecho llenas de cartuchos lustrosos y otros faltantes. Lleva una pistola metida en el cinturón. Sin duda esos fierros le pesan, pero no tanto como los dos sacos amarrados al mecate que franquea su cuello. Los suelta y abre uno. Saca siete monedas de oro y las mete en el escapulario.
—Estas son para mi Santo Cristo, que otra vez me hizo el milagro. No importa que sea dinero federal. Igual vale.

09 de abril de 2010
"La manda" es un cuento publicado en la revista anual PEGASO, Number 4, Fall 2010. Is a refereed journal sponsored by the Department of Modern Lenguages, Literatures and Lingustics of the University of Oklahoma, USA.


martes, 8 de febrero de 2011

De Leyenda…

 Un paseo por al Antigua Hacienda de Ciénega del Carmen

Víctor Antero Flores

El sureste coahuilense, un territorio de serranías y llanuras cobijadas por el semidesierto. Antiguo lecho del mar de Tetis que hace 65 millones de años era el hábitat de moluscos, amonitas, peces y dinosaurios de los que ahora sólo quedan sus fósiles. Un lugar que hace quinientos años era la inhóspita frontera entre la civilización novohispana y el desconocido norte, lleno de mitos increíbles. Allí, entre las ciudades de Torreón y Saltillo, a unos pasos de Parras, enclavada en la sierra de Paila, está la Antigua Hacienda de Ciénega del Carmen, un lugar de historia, mitos y leyendas de película.

Evocación.
La Hacienda de Ciénega del Carmen fue construida hace más de 400 años como propiedad del Marqués de Aguayo, un nombre que en la región es sinónimo de mitos y leyendas conocidas por todos, inverosímiles relatos de aire colonial que de boca en boca dan color a la región.
El casco data de la segunda mitad del siglo XVII, tal vez de 1667, año en el que Agustín de Echevertz Subiza y Espinal, el primer marqués de Aguayo, se casó con Francisca de Valdés Alceaga y Urdiñola, bisnieta del conquistador, gobernador de la Nueva Vizcaya y pacificador de indios don Francisco de Urdiñola. De este matrimonio nació una niña, Ignacia Javiera de Echevertz y Valdés (segunda Marquesa de Aguayo) en 1679 y se casó en terceras nupcias con José Ramón de Azlor y Virto de Vera, segundo de la Casa de Guara, quien por este matrimonio adquirió el título de segundo Marqués de Aguayo. Y se dice que su cortejo fúnebre pasó, y seguro tuvo estancia y descanso, en la Hacienda de Ciénega del Carmen el 7 de marzo de 1734. En ese entonces este era un lugar dedicado a la siembra de trigo y a la molienda. El casco era enorme, con un acueducto grande de más de diez metros de altura, que llevaba agua al molino. Había casas, gigantescas trojes donde se guardaba la cosecha de cada año, escuela para los niños, plaza pública, caminos, gente, actividad de sol a sol. Rebosaba de vida.
Para el siglo XIX, la sexta generación de marqueses, debido a deudas adquiridas e hipotecas, se vio obligada a poner en venta la propiedad, que fue adquirida por la poderosa familia Sánchez Navarro, potentados del latifundio más grande del mundo en esa época.
Después la hacienda fue comprada por un inglés de apellido Richardson quien comenzó elaborar el producto que había hecho famosa a la región, el vino. Las grandes bodegas se vieron repletas de barricas de roble de todos tamaños, destiladores, silos de fermentación, depósitos para la uva, prensas y maquinaria. Produjo diversas clases de vinos hasta la segunda mitad del siglo XX cuando ya era propiedad de la familia Aguirre Martínez. Para entonces ya era un casco antiguo pero conservado. Paulatinamente, la economía quebradiza del país despobló la región. La competencia era fuerte y la gente prefería emigrar a las ciudades. La Hacienda quedó casi en el abandono. Mantener un lugar tan grande dejó de ser rentable, pero en los años sesenta tuvo un golpe de suerte que ayudó mucho a los lugareños, y fue por parte de una industria no tan propia de la región, el cine.
Hollywood llegó a Parras y a la Hacienda de Ciénega del Carmen con la película de The Wild Bunch, de Sam Peckinpah, conocida en México como “La pandilla salvaje” y en España como “El grupo salvaje”. Es una cinta protagonizada por William Holden, Ernest Borgnine, Robert Ryan, Edmond O'Brien, Warren Oates, Ben Johnson, Bo Hopkins, Alfonso Aráu y Emilio “el Indio” Fernández; rodada en 1968 ganó, un año después, el Óscar por mejor guión y por mejor banda sonora.

Sábado 22 de enero de 2011.
La última vez que estuve aquí tenía dieciocho años, y de eso hace veinticinco. Mi amigo, Fernando Tafich Aguirre, quien su familia es la actual dueña de la hacienda, me invitó a pasar un par de días en el lugar y a recordar las aventuras de antaño, pues hacía décadas que no nos veíamos.
Por la terracería que viene desde el pueblo del mismo nombre la veo enclavada en el cerro. Se ve más pequeña de lo que en realidad es. Está casi igual que hace veinticinco años, sólo que un poco deslavada. Veo construcciones antiguas que no recordaba y las grandes naves que hace tantísimos años fueron graneros de trigo. Allí está la casa frente a la plazuela donde vi “La pandilla salvaje” en 1986, como parte de aquella visita. Después tuve oportunidad de reconocer cada locación de las escenas que vi en la película.
Los arcos del acueducto son diferentes a los tradicionales que vemos en la región, son góticos. Un estilo poco usual por aquí. Seguramente influencia árabe. Allí sigue el cuartito con las ruinas de un baño sauna que tal vez fue la delicia de los latifundistas. El patio central me evocó inmediatamente escenas de La pandilla salvaje: Soldados revolucionarios moviéndose por allí, las balas que pegaban en las paredes y la abundancia de sangre. Por cierto, luego de la filmación los muros quedaron maltratados con tantos estopines que hicieron estallar para simular el impacto de las balas. Recuerdo haber recogido un par de cartuchos de salva calibre 30-30 que fueron utilizados por los actores. Fernando me dice que aún quedan algunos por allí. El corredor principal fue restaurado en sus paredes y en el piso. La antigua duela se había podrido. Los cuartos interiores siguen tal y como los había visto de adolescente, largos, amplios, de techos altísimos, con madera en el piso. Ahora allí hay camas y dos mesas de juego, una de futbolito y otra de billar, guardadas del polvo con sendos plásticos. Las puertas de las ventanas sin vidrio, nudosas y antiguas, están abiertas para propagar la luz. Afuera resuella una pequeña planta de luz eléctrica portátil. De noche se vive como lo hacían los antiguos dueños, hermanados con la oscuridad. En la cocina hay un túnel misterioso. Originalmente proveía agua para las faenas domésticas; ahora dan ganas de explorarlo. Nadie ha entrado. Seguro fue refugio de los habitantes de la casona durante las épocas conflictivas: la invasión norteamericana, la intervención francesa y la Revolución. ¿Qué ocultará en sus entrañas? No entramos, no por falta de valor, sino por falta de una lámpara.
Algo que no recordaba de la fachada del casco es el ancla en sobre relieve que lo adorna. Un ancla marina, con su cadena, bien conservada. Rara imagen en un lugar desértico alejado por cientos de kilómetros de cualquier costa. —Es el símbolo de los molineros—, me dijo Fernando. Por otro lado encontré que el ancla es un símbolo universal de seguridad y de esperanza (y si que se requería en estas tierras). Fue utilizado desde la época del Rey Salomón, igualmente en el cristianismo e incluso en la masonería.
A cincuenta metros de ese lugar están las trojes, dos de ellas sin techo. Los muros sobrepasan los ocho metros de altura, con más de un metro de espesor como por treinta de profundidad. Casi todas las puertas centenarias se conservan en sus goznes. Uno de los graneros aún funciona como bodega donde se guarda maquinaria agrícola. En una el techo se sostiene por una línea de arcos góticos de piedra, mientras que el resto es de adobe y nos da la impresión que se construyó usando un pedazo de acueducto para sostenerla. Aunque eso aún está en veremos.
Salimos de allí y caminamos por lo que antes debió haber sido un alegre paso de carretas, jardines, empedrados y caseríos que llevaban a la gran bodega que alberga las cavas. Al abrirse el viejo portón todo adentro parece más amplio que visto desde afuera. Es como entrar al país de Oz donde todo toma nuevo color y proporción. Ya no es tal y como lo recordaba, en veinticinco años desaparecieron la mayoría de las barricas. El tiempo las acabó. Veo un barril solitario trepado en un andamio. Lo reconozco de inmediato al ver sus viejas cicatrices. Es el mismo que fue perforado a balazos por “La pandilla salvaje” para beber vino a chorros. Está casi igual, con los orificios de bala originales, algunos tapados con un tipo de resina. Así era, sólo que antes estaba acompañado por una fila de iguales. Es una de las escenas que más han permanecido en mi memoria, como aquella en la que el grupo de forajidos usa de tina de baño una enorme barrica llena de vino, departiendo entre mujeres desnudas. Allí sigue ese enser y aquellas extras de película también dejaron legado; supe después eran gente de Parras, y hay quienes aseguran qué aún andan por allí algunos “hijos de la pandilla”. El lugar es grande, enorme, con iguales arcos góticos en el interior, con barricas inmensas, allí están los viejos destiladores, el horno, silos donde se depositaba la uva, más cuartos, la cava oscura a donde llevaron muchas de las barricas para preservarlas. Preguntó por leyendas. —Hay historias de que aquí se parece el diablo—, cuenta mi amigo —pero muchas fueron invento de los viejos dueños para evitar que la gente entrara a robarse el vino—.

Noctámbulos.
La noche llegó. Regresamos a la casa grande. Algunos invitados ven un partido de fútbol americano en una computadora a través de banda ancha del internet. Hay problemas con la planta de luz. Quedamos a oscuras unos momentos. Alguien insiste en ir al panteón y retar a la bruja que dicen anda por allí. Son la doce de la noche y cruzamos en camioneta el kilómetro de matorrales hasta el camposanto, más por curiosidad histórica que por creer en cosas paranormales. No es un lugar tétrico, es pequeño y sigue en uso para los poblados cercanos. Conserva criptas muy antiguas, la mayoría tristemente saqueadas. Dicen que la gente principal de aquella hacienda era enterrada con joyas, por eso el latrocinio. Hay luna y pueden verse las siluetas de las cruces y las tumbas. Con lámpara en mano investigo una de las criptas. Ni siquiera hay ataúd dentro. Otras siguen cerradas. Volvemos al casco.

Preservación.
El sol de la mañana se perfila sobre los arcos sarracenos y su enormidad. Recuerdo en la película a los soldados apostados en lo alto disparando sus rífeles. ¿Cuántas cosas de la ficción se habrán visto en la realdad de este lugar durante 400 años?
La hacienda de Ciénega del Carmen allí sigue y sus dueños tratan de preservarla. Para eso se necesita mucha inversión. Desgraciadamente los programas de patrimonio cultural de gobierno incluyen la expropiación de los predios, y para los propietarios resulta poco conveniente. El proyecto de rescate de este inmueble incumbe ahora a la iniciativa privada y por eso el lugar ya se ofrece para vistas y excursiones turísticas y, por supuesto, para rodar películas. Muchas haciendas del noreste han terminado en ruinas por la acción del tiempo y la ignorancia de personas que desconocen su valía. La Hacienda de Ciénega del Carmen es un lugar enorme, en todos los aspectos, mejor cuidado que muchos, y digno de protegerse para el estudio y conocimiento de nuestra historia.